Conversaciones Placenteras con Llane
A Llane le gusta Cat Stevens, tiene un perro que se llama Buñuelo y hace una receta inigualable de pancakes . Escuchen su nueva canción “Puñales” y vean hasta el final estas #ConversacionesPlacenteras.
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Aplanar la curva, Claudia López, toque de queda, Paro Nacional, primera dosis, “la buena mi Pfizer!”, sopa de murciélago, Siloé, Uribe paraco, “reinventarse”, tapabocas, segunda dosis, 6.402, gel antibacterial. Habiendo pasado un año y medio de pandemia y un mes de mayo donde nos dimos cuenta que al Gobierno nacional lo que menos le importa son, curiosamente, los colombianos, cabe resaltar lo emocionante que han sido los lanzamientos musicales del 2021.
A pesar de las adversidades, los músicos en Colombia no bajaron la cabeza y siguieron sacando discos una chimba. Es que hasta Alicia Keys aplazó su nuevo disco, con eso les digo.
Acá hacemos un recuento de 5 álbumes clave de lo que va de la primera mitad del año, en Colombia:
Big Mic – “God’s an Elegant Gangster”
En los años recientes hemos visto gestarse una suerte de nueva ola de rap underground en Colombia. Con un corte bastante ortodoxo en su sonido, MCs y beatmakers de Cali, Floridablanca, Barranquilla y Soacha han tejido redes para consolidar un movimiento joven de boom-bap que emociona con su potencial. Nombres como El Nido, Izla o W910, Jamblock Jr., entre otros, le apuestan a los beats más pesados, oscuros y cargados de samples, bebiendo de las épocas doradas del rap en los 90, acompañados de barras explosivas y malmiradas, y punches que rompen quijadas. De todo este nuevo parche resalta Big Mic (en la cédula Humberto Meza) MC y beatmaker de Barranquilla quien lleva los últimos 5 años consolidando una nueva escena rapera en su ciudad, a través del colectivo The Classroom.
“God’s an Elegant Gangster” salió en enero y es el primer álbum de larga duración del quillero como solista. En las 18 canciones, Big Mic nos cuenta historias de crimen organizado, en un abanico que va desde asaltos callejeros en canciones como Crime Side, hasta robos multimillonarios a casinos como en El Golpe. Esta vida arriesgada y ostentosa la interpola con elementos propios de la cultura hip-hop, como en la canción El Papi, donde nos cuenta cómo ubicar un buen muro para pintar un graffiti, o en Ego, donde hace un listado de referentes e íconos del rap noventero. El lado más vulnerable se muestra en canciones como Tearz o Cicatrices, donde cuenta cómo el crimen y la calle afectan su contexto familiar. Dios es mundanizado en el álbum, reflejado en Big Mic mismo: “Si me ves a mí, estás viendo a Dios” o en elementos de la cotidianidad: “Dios era la estufa y Jesucristo la Pyrex”. Todo esto narrado y descrito con un nivel de detalle verdaderamente sorprendente en las rimas y punchlines, que involucra al oyente al punto de sentirse protagonista de una película de mafiosos y hace a Big Mic uno de los mejores storytellers del rap colombiano.
Hardem – “Verdor”.
Hardem es, sin lugar a dudas, uno de los MCs que ha definido el rap colombiano de la última década. Su discografía se influencia tanto del jazz espiritual así como de la música electrónica o del boom bap, así como de las músicas afro y latinoamericanas. Esto, combinado con su forma compleja de rimar y su particular trato de las palabras, han hecho que cada uno de sus lanzamientos marque un hito para el género en el país. “Verdor” llega como el sexto en su catálogo, siete años después de su debut “Cine Negro” (2014) y tres después de “Rhodesia” junto a Las Hermanas, su disco más experimental y disruptivo. No es por hacer un listado que nombro estos proyectos pues “Verdor”, más que “un disco más”, es, precisamente, la consecuencia de todo lo que vino antes.
“Verdor” es un disco sobre la búsqueda, sobre el eterno perseguirse a sí mismo y tratar de encontrar esa equis roja marcada en el mapa llamada “el verdadero yo”. Hardem se busca como Hardem, el artista, en Primera Fila y Apolo, donde celebra su carrera, sus logros y los de la música local: “(…) raro, pero llenando el aforo / colombianos llenando el Apolo, claro!”. Su lado más rapero aparece en Virgo y Azúcar, donde se muestra competitivo y presume de sus habilidades al rimar. La identidad negra y herencia afro la explora en interludios como Poder e interpelando constantemente a lo largo del disco a Gil Scott-Heron, poeta, músico y activista afro quien fue muy popular en los 70 y 80 en Estados Unidos.
Hardem conversa también con Nelson Martínez, su nombre de pila, quien aparece en canciones como Volcán o Na Su Zisi, donde nos habla de amor y de verse reflejado en la otredad. Las colaboraciones en “Verdor” también llaman la atención, pues en un disco de rap, ver nombres como Edson Velandia o Briela Ojeda puede ser inesperado. Aún así, es la música de estos artistas (donde también se incluyen Gambeta, Lianna y Pablo Watusi), la que, para Hardem, tiene sentido dentro de su búsqueda artística y los logra acoplar a la perfección en el disco. Verdor funciona como una suerte de tesis de carrera, donde N. Hardem logra encontrar el sonido más fiel a N. Hardem, de toda su discografía.
Babelgam – “ZETA ONCE”
Existen muchas formas de narrar una ciudad como Bogotá. Se le puede poner nombre de mujer, como lo hizo El Kalvo en su canción Bacatá, o preguntándose ¿Quién Putas es Luis Ángel Arango?, como lo hizo AppleTree. Podemos tener historias de ollas y bazuco como las canciones más icónicas de Crack Family y Fondo Blanco o de mariachis y LSD como nos contó Nanook, el Último Esquimal en Lou, Candy y Lisa. En su nuevo álbum “ZETA ONCE”, la agrupación bogotana Babelgam propone una versión distinta de la ciudad. Narrada desde la localidad de Suba y con un pie en un futuro distópico cubierto por sintetizadores distorsionados y voces ultra procesadas, crean el soundtrack perfecto de la Bogotá cyperpunk.
“ZETA ONCE” fue compuesto, producido y publicado en un lapso de seis meses, utilizando los recursos otorgados por una beca de la alcaldía de Suba, contexto que aprovechó la banda para construir la línea temática del álbum. No solo esto, sino que al componer las canciones a distancia y con el reloj corriendo, el formato de la banda se adaptó a una versión digital y respondió al frenesí de la pandemia, el confinamiento y el Paro Nacional. En términos de sonido, el álbum bebe de géneros como el hyperpop, el glitch, el gabber, el IDM, el new wave y hasta el drum & bass, haciendo que ZETA ONCE brille con luces de neón en el panorama actual de la música nacional.
El disco abre con LA BENDICIÓN, una suerte de hard techno que nos pone rápidamente en situación, en una Bogotá donde no puedes confiarte ni del ladrón ni del tombo. Esta paranoia la retoman más adelante en AFUERA ESTÁN LOS RIVALES, donde describen la ciudad como un videojuego en el cual el personaje principal es “Sonic embalado en su último lap”. Suba, Bogotá y Colombia la critican en canciones como Z-11, donde denuncian lo costoso que es vivir para el joven colombiano promedio, mientras el track dribla entre el pop, el trap y el drum & bass. Así mismo, en KLAN-DESTINO se rebelan a la cuarentena para salir a bailar con sus amigos o ir a protestar, en un hitsazo que sirve como himno de la juventud en pandemia. Suba aparece en las canciones MISCELÁNEA y BAZU. En la primera, describen una tienda típica de la calle 167, “drogas, pilas, fantasía, piedras, sillas, absorbidas…”, y en la segunda, critican lo centralizada que está económica y culturalmente Bogotá, “No todo está en Chapinero, un post diciéndome “extrangero””. Resalta DOLORES, la canción de cierre, donde a ritmo de bolero digital, añoran un exilio de la frenética y hostil capital colombiana.
Briela Ojeda – “Templo Komodo”
Lo de Briela Ojeda es especial. Tras casi dos años de pandemia y uno de los más álgidos y violentos tiempos en Colombia, “Templo Komodo” llega para darnos una bocanada de aire y calma. Así como cuando uno está luchando para no morirse de pánico en una mala traba y un amigo nos dice, “parce, todo bien, tome aguita”. Estas ocho canciones se sienten como una pausa necesaria al frenesí de nuestro presente distópico. La cantautora de Pasto debuta con fuerza en su álbum “Templo Komodo”.
El disco abre con Luna Munay, una suerte de canción-ritual a la luna y la energía de las mujeres, que nos involucra rápidamente en el carácter místico del álbum. En Quesquequerés, Briela busca superar las adversidades de la vida y encontrar la calma: “Ríe aunque el caudal, destrozando tu alma pueda andar”, así como en Liviana, donde busca, precisamente, alivianar cargas del alma dejándole el rumbo a una brújula en su pecho. Los momentos más abstractos llegan en canciones como Búhoz o Templo Komodo, donde describe el mundo de los sueños y el inconsciente. El disco termina con Burbujas, que nos recuerda que nuestro cuerpo no es más que una “cápsula falsa”, cerrando, además con el mismo patrón rítmico del inicio de Luna Munay, dándole al tracklist un sentido de ouroboros infinito.
“Templo Komodo” tiene el potencial de ser el referente clave de una nueva etapa de cantautores y cantautoras en Latinoamérica. Desde su virtuosismo en la guitarra a su forma tan especial de construir rompecabezas con palabras, haciendo de las letras una suerte de mantras abstractos y coloridos, o de cómo re-interpreta los ritmos andinos y del sur del país, con un carisma desbordante que llena de luz cada canción. Entre el centenar de clones que rumean a Natalia Lafourcade y Caloncho, Briela Ojeda brilla como un cuarzo colgado en el pecho.
Bejuco – “Batea”
Si bien Bejuco existe desde el 2015, no fue sino hasta el presente año que lanzaron su álbum debut. “Batea” es un exitoso experimento que mezcla las músicas tradicionales del Pacífico, con elementos y formatos del afrobeat africano. Este mestizaje de géneros puede verse como poco ortodoxo y por ello visto por encima del hombro, sobretodo en Tumaco y la región Pacífica colombiana, de donde son oriundos los integrantes de Bejuco, pues así como en el metal o el rap, el romper las reglas de la música tradicional es a veces pecado.
Bejuco no copia de esto, así como no lo han hecho un montón de agrupaciones jóvenes del Pacífico, que en la última década han buscado nuevos nortes creativos con las músicas tradicionales. En “Batea”, parten de la espina dorsal de la marimba, los cununos y los currulaos, y la ponen a dialogar con sintetizadores y teclados, batería, bajo y guitarra eléctrica, voces rapeadas y estructuras de afrobeat o highlife.
En Agua, la marimba de chonta que introduce la canción es rápidamente apoyada por una línea líquida de sintetizador, que luego rompe la batería para marcar el ritmo. En Campesino, donde aprovechan para hacer una denuncia al abandono del campesinado colombiano por parte del Estado, un Rhodes asiste la complejidad rítmica de la canción. Donde más se ven las músicas africanas es en las canciones La Clave de Vivir y Arrullo Party. Ambas describen el momento más fiestero de “Batea”, donde toman prestado las guitarras punzantes y melódicas del soul y la champeta, además de ritmos cercanos a la champeta. Líricamente este también es un disco rico y variado. Desde las descripciones a las propiedades curativas del viche en “Curao” a rezos fúnebres en “Chigualo”. En definitiva un álbum espectacular que construye un puente entre Tumaco y África.
Por: Camila Builes
No recuerdo el día. Sé que era uno entre semana, pudo haber sido el jueves o el viernes porque tenía una disposición distinta, estaba más cansada y, por supuesto, más ansiosa. Apagué el computador, me levanté de la silla, me quité las gafas y me rasqué los ojos de forma automática, como si las acciones anteriores fueran determinantes para esa, como si estuviera ya tan despojada de cualquier ápice de atención que todo hubiera pasado a ser un rito vulgar y memorizado. Por la ventana entraba una luz ambarina que lo cubría todo. “¿Cuándo pasó todo esto?”, pensé. “¿Cuándo los días dejaron de ser días distintos con sus nombres y sus horas para convertirse en acciones apiñadas, una contra otra, todas idénticas?”. Afuera no hay casi nadie. Es abril de 2020.
Logro sustraerme de mis pensamientos y paso a la cocina por algo de comer, entonces me veo frente al espejo. Esa soy yo. Por fin soy consciente de que llevo usando esa pijama más de tres días, no me he bañado ninguno. De pronto el olor se hace insoportable, siento pesadez en las axilas, en mi sexo, en mi cabeza. El cabello, ni liso ni crespo, me cae sobre la espalda y lo siento tirar hacia abajo como cadenas atadas al piso. Paso mi lengua por mis dientes y respiro tranquila al recordar que me los cepillé hace apenas media hora. Me acerco al espejo. Recuerdo estos versos de Piedad Bonnett: y en el reflejo miro, de reojo, / a la recién llegada/ que así / sin más ni más/ se deshabita.
Deshabitada. Eso soy: una recién llegada a mi cuerpo y en eso me he convertido: en una mujer que no encuentra lugar dentro de sí misma. Entonces me entra un desespero apremiante, me meto a la ducha, lavó con fuerza cada centímetro de mi cuerpo, arranco y cepillo cada pelo del cuello para abajo. Me echo menjurjes en el pelo y en la cara, un exfoliante de hace años, una mascarilla de avena, un aceite de hierbabuena. Todo junto para que opere mejor y, sobre todo, más rápido. Salgo de la cabina empañada sintiéndome exactamente como Jennifer Garner cuando, convertida por arte de magia en una mujer de 30 años, se dispone a engallarse. Había un ardor en mi pecho que intenté conservar lo más que puede.
En toalla abro mi closet y veo cada prenda, cada pantalón y cada vestido. Elegí cada uno en un momento particular de mi vida. ¿Qué es la ropa, sino el lenguaje que mantiene unida a la forma del sentido? Son más de las cinco de la tarde, pero no me importa, saco un pantalón negro de talle alto y una blusa negra de boleros en las mangas que solo he usado una vez en un viaje. Me pongo unos tacones negros sutiles y unas súper candongas doradas. Me seco el cabello y me maquillo con calma. Uso todo lo que tengo: base, sombras, rubores, primers, pestañinas y brillos.
La forma y el sentido, dije, y me refiero por supuesto a la forma en la que interactuamos con los otros y lo que eso significa para nosotros. He usado tantas modas como tantas amigas he tenido, porque cada grupo social ha requerido de mí una estética diferente. Y eso no tiene que ver con ser una mujer sin identidad —lo que sea que eso signifique—, todo lo contrario. Me refiero a la posibilidad de descubrirme al pasar de los años con la ropa que he usado. Cuántas Camilas he sido: la punkera, la reguetonera, la fresa. Podría analizar el tipo de ropa que he usado por mis edades (eso es obvio), pero también por la música que he escuchado en cierta etapa de mi vida, por mis intereses intelectuales o por los tipos de hombres a quienes quería impresionar. Las ciudades en las que he vivido, sin embargo, han sido las mayores determinantes de mi closet. No solo por el clima, sino por el tipo de personas y sus emociones entre ellas. En Bogotá siempre he sentido que las personas no suelen tocarse mucho, por eso estamos más cubiertos; mientras que en Rionegro, en donde nací, a pesar de tener casi el mismo clima bogotano, siempre estábamos en vestidos o short, siempre estábamos tocándonos la piel.
Me sentí mucho mejor después de arreglarme, a pesar de que esa frase “uno siempre se debe arreglar para uno mismo” siempre me ha sabido a mierda. Yo me arreglo para que me vean tanto mujeres como hombres. Para que digan “qué chimba de chaqueta”, o “mirá cómo se le ve ese pantalón”. Lo acepto. Pero este año tan lleno de silencios y llantos y miedos y dichas también, me hicieron defender mi derecho a vestirme y verme hermosa aunque nadie lo vea. Solo para mí, solo para no olvidar que soy más que un ser trabajador que produce dinero para pagar internet y agua.
Claro que también trabajo en pijama y lo disfruto, pero al menos dos veces por semana trato de ponerme dura sin ir al gym, reproducir unas cancioncitas bien duro y bailar sin Jesús en el medio.
Los días en los que me baño temprano y pongo algo de empeño en encontrar la ropa que quiero usar se pasan más rápido y, un gran logro después de todo, fue aprender a reconocer mis formas y volúmenes a través de las prendas que uso. Deseché muchas que solo tenía porque a alguien, diferente a mí, les parecían lindas y aprendí a agradecer mi gusto y mi poder. Cada prenda de mi armario tiene origen en mi propio sacrificio y estoy cansada de sobrevalorar el sufrimiento, de tallar sobre la herida: decirme que ya no tiene sentido usar la ropa que tanto me gusta es una especie de penitencia que no me voy a autoimponer.
Y siempre están las redes que son nuestra ciudad en estos momentos, nuestro bar y nuestra discoteca, nuestra calle. Así que a veces posteo una foto en el espejo con ropa de ejercicio y ropa “de salir” y lleno los vacíos con intentos infantiles que ha dejado esta enfermedad. Haciéndole muecas a la destrucción de habitar conmigo misma todo el día.
Por: Diego Bolaños
Por: Carmen Mandinga
Por: Santiago Cembrano
¿Se resignifican monumentos y lugares públicos con la protesta? Aquí un texto sobre el placer y acto de la manifestación.
Por: Milton Murillo
Médico psiquiatra, docente de la UR y psicoanalista.
Ilustraciones: Harold Magnus