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Una defensa al engalle

Por:  Camila Builes

No recuerdo el día. Sé que era uno entre semana, pudo haber sido el jueves o el viernes porque tenía una disposición distinta, estaba más cansada y, por supuesto, más ansiosa. Apagué el computador, me levanté de la silla, me quité las gafas y me rasqué los ojos de forma automática, como si las acciones anteriores fueran determinantes para esa, como si estuviera ya tan despojada de cualquier ápice de atención que todo hubiera pasado a ser un rito vulgar y memorizado. Por la ventana entraba una luz ambarina que lo cubría todo. “¿Cuándo pasó todo esto?”, pensé. “¿Cuándo los días dejaron de ser días distintos con sus nombres y sus horas para convertirse en acciones apiñadas, una contra otra, todas idénticas?”. Afuera no hay casi nadie. Es abril de 2020.

Logro sustraerme de mis pensamientos y paso a la cocina por algo de comer, entonces me veo frente al espejo. Esa soy yo. Por fin soy consciente de que llevo usando esa pijama más de tres días, no me he bañado ninguno. De pronto el olor se hace insoportable, siento pesadez en las axilas, en mi sexo, en mi cabeza. El cabello, ni liso ni crespo, me cae sobre la espalda y lo siento tirar hacia abajo como cadenas atadas al piso. Paso mi lengua por mis dientes y respiro tranquila al recordar que me los cepillé hace apenas media hora. Me acerco al espejo. Recuerdo estos versos de Piedad Bonnett: y en el reflejo miro, de reojo, / a la recién llegada/ que así / sin más ni más/ se deshabita.

Deshabitada. Eso soy: una recién llegada a mi cuerpo y en eso me he convertido: en una mujer que no encuentra lugar dentro de sí misma. Entonces me entra un desespero apremiante, me meto a la ducha, lavó con fuerza cada centímetro de mi cuerpo, arranco y cepillo cada pelo del cuello para abajo. Me echo menjurjes en el pelo y en la cara, un exfoliante de hace años, una mascarilla de avena, un aceite de hierbabuena. Todo junto para que opere mejor y, sobre todo, más rápido. Salgo de la cabina empañada sintiéndome exactamente como Jennifer Garner cuando, convertida por arte de magia en una mujer de 30 años, se dispone a engallarse. Había un ardor en mi pecho que intenté conservar lo más que puede.

En toalla abro mi closet y veo cada prenda, cada pantalón y cada vestido. Elegí cada uno en un momento particular de mi vida. ¿Qué es la ropa, sino el lenguaje que mantiene unida a la forma del sentido? Son más de las cinco de la tarde, pero no me importa, saco un pantalón negro de talle alto y una blusa negra de boleros en las mangas que solo he usado una vez en un viaje. Me pongo unos tacones negros sutiles y unas súper candongas doradas. Me seco el cabello y me maquillo con calma. Uso todo lo que tengo: base, sombras, rubores, primers, pestañinas y brillos.

 La forma y el sentido, dije, y me refiero por supuesto a la forma en la que interactuamos con los otros y lo que eso significa para nosotros. He usado tantas modas como tantas amigas he tenido, porque cada grupo social ha requerido de mí una estética diferente. Y eso no tiene que ver con ser una mujer sin identidad —lo que sea que eso signifique—, todo lo contrario. Me refiero a la posibilidad de descubrirme al pasar de los años con la ropa que he usado. Cuántas Camilas he sido: la punkera, la reguetonera, la fresa. Podría analizar el tipo de ropa que he usado por mis edades (eso es obvio), pero también por la música que he escuchado en cierta etapa de mi vida, por mis intereses intelectuales o por los tipos de hombres a quienes quería impresionar. Las ciudades en las que he vivido, sin embargo, han sido las mayores determinantes de mi closet. No solo por el clima, sino por el tipo de personas y sus emociones entre ellas. En Bogotá siempre he sentido que las personas no suelen tocarse mucho, por eso estamos más cubiertos; mientras que en Rionegro, en donde nací, a pesar de tener casi el mismo clima bogotano, siempre estábamos en vestidos o short, siempre estábamos tocándonos la piel.

Me sentí mucho mejor después de arreglarme, a pesar de que esa frase “uno siempre se debe arreglar para uno mismo” siempre me ha sabido a mierda. Yo me arreglo para que me vean tanto mujeres como hombres. Para que digan “qué chimba de chaqueta”, o “mirá cómo se le ve ese pantalón”. Lo acepto. Pero este año tan lleno de silencios y llantos y miedos y dichas también, me hicieron defender mi derecho a vestirme y verme hermosa aunque nadie lo vea. Solo para mí, solo para no olvidar que soy más que un ser trabajador que produce dinero para pagar internet y agua.

Claro que también trabajo en pijama y lo disfruto, pero al menos dos veces por semana trato de ponerme dura sin ir al gym, reproducir unas cancioncitas bien duro y bailar sin Jesús en el medio.

 Los días en los que me baño temprano y pongo algo de empeño en encontrar la ropa que quiero usar se pasan más rápido y, un gran logro después de todo, fue aprender a reconocer mis formas y volúmenes a través de las prendas que uso. Deseché muchas que solo tenía porque a alguien, diferente a mí, les parecían lindas y aprendí a agradecer mi gusto y mi poder. Cada prenda de mi armario tiene origen en mi propio sacrificio y estoy cansada de sobrevalorar el sufrimiento, de tallar sobre la herida: decirme que ya no tiene sentido usar la ropa que tanto me gusta es una especie de penitencia que no me voy a autoimponer.

 Y siempre están las redes que son nuestra ciudad en estos momentos, nuestro bar y nuestra discoteca, nuestra calle. Así que a veces posteo una foto en el espejo con ropa de ejercicio y ropa “de salir” y lleno los vacíos con intentos infantiles que ha dejado esta enfermedad. Haciéndole muecas a la destrucción de habitar conmigo misma todo el día.

 

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