Por: Nicolás Samper Serrano
Ilustraciones por: Angélica Liv
La historia de los moteles da cuenta de la marginalización del placer sexual. Desde las zonas en las que se permiten montar estos negocios, hasta el negocio de la privacidad para romances prohibidos. Hoy, gracias al despertar de la sexualidad femenina, se están convirtiendo en espacios de exploración.
A “follar como animales”
Francesca Valdivieso me cuenta que ella y sus hermanos heredaron el motel Mi Granjita, a la salida de Bucaramanga. Ella ha querido darle un giro a la “imagen de los moteles”.
“Es esta idea de lo que se esconde, de lo que está mal, de lo prohibido.” Francesca habla ahora de un espacio para la exploración. A los clientes de Mi Granjita los llaman los indomables, porque allá se va a “follar como animales”, termina Francesca entre risas.
Se abren piernas, se abre la sexualidad
Esto, hace diez años, tal vez no hubiera sido posible. Caroline Haidacher, antropóloga, hizo su tesis sobre la sexualidad de los estudiantes de la Universidad Nacional en 2009. En ella entrevistó a varios jóvenes de la universidad, mujeres y hombres, heterosexuales y homosexuales.
Una de las entrevistadas, cuenta Caroline, le dijo que cuando su pareja la invitaba a un motel, ella debía aparentar que la estaban forzando a entrar. No quería que la vieran como a cualquier prostituta. Y pasa a explicarme que, en el momento de hacer su tesis, ella encontró que el rol de género de la mujer en la sexualidad era pasiva, con dejos de una deber ser la “María virginal”, capaz de engendrar al hijo de dios.
“La mujer activa es la puta, en ese momento. Sin embargo, yo hice mi tesis hace más de diez años y esto ha cambiado mucho con un proceso de liberación femenina acompañado por el auge de las redes sociales”.
Tal vez por eso la imagen de los moteles pueda cambiar con una mujer al mando y Francesca pueda hacer de Mi Granjita un espacio para “follar como animales”.
El negocio del nido de amor secreto
Pero la historia de los moteles da cuenta más de cómo se construyó el imaginario de “lo escondido, lo prohibido” que del mismo placer.
Antes de que existieran en Colombia, estaban las casas de lenocinio, los burdeles, los hoteles de paso y “las casas de mujeres”, en las que los jóvenes sucumbían al “vicio del placer”.
Un estudio de 1920 sobre la higiene de estas “casas de mujeres” en Bogotá describía una de las habitaciones: “El cuarto es estrecho, de paredes negras por el hollín, de esteras frondias. Las camas de las meretrices se hallan separadas unas de otras por medio de biombos o bastidores empapelados con gacetas desteñidas y manchadas de grasa: hay cortinillas raídas, rotas y ajadas. […] Los lechos se componen de almohadas negras por el desaseo y de colchas mugrientas”.
El vicio del placer, al que sucumbían “jóvenes dandys y gomosos”, estaba rodeado por mugre. El sexo (que solo es sucio cuando es bueno) era un secreto que se debía guardar con llave.
El origen de los moteles
Eso se lo pilló doña Pepa Leyva, que compró con su compañero una casaquinta en el barrio San Cristobal sur de Bogotá, a finales de 1940, luego de renunciar a la administración de un hotel de paso en la localidad de Santa Fe.
Allá había un lago donde iban a pasear parejas y grupos de amigos que comían, bebían y bailaban en la Rondinela, un restaurante con pista de baile y orquesta.
Cuando su compañero murió, doña Pepa abrió los cuartos de su casa para los visitantes que llegaban en carro. Así tuvo su origen uno de los primeros moteles de Colombia, el Camerón, que tomaron el nombre de los motorized hotels de las carreteras de Estados Unidos.
Crece el negocio: la mano pública en el negocio de la privacidad
20 años después, La Cita, algunos conocidos en la zona de Chapinero, comenzaron a funcionar. Y en los ochentas el negocio entró en boga. En las salidas de las ciudades comenzaron a formarse “Rutas del amor” (Como la de la salida a Urabá en Medellín) y “Triángulos de las Bermudas” (por la desaparición de los carros en Álamos, Bogotá).
Los permisos para estos negocios los dan las alcaldías municipales y han desarrollado una geografía urbana y motelera, siempre a las afueras, que se mantiene: el placer debe permanecer fuera de las ciudades, donde se es ciudadano de buenas costumbres.
Con el auge del negocio y la zonificación de los moteles, el Estado comenzó a tributar. Un buen negocio amerita un buen impuesto. Lo público se metía en el negocio de la “privacidad”, como lo llamó el administrador de un motel en una entrevista para la revista Vice. Si culear es tan buen negocio, la mano del Leviatán también se pega su clavada.
Exploración y romance: la mezcla homogénea del amor y el sexo
Hoy, los moteles sí parecen más espacios de exploración y de romance. Llenos de corazones, luces de neón, juegos con “Sillones del amor”, que hacen que amor y sexo se combinen. Y como a los moteles van los amantes furtivos de romances verborreicos se puede ver cómo el amor y el sexo se juntan en Colombia. Nuestra cultura sexual es una cultura del romance que debe conquistar el hombre, como en la anécdota de la estudiante de la Nacho.
Y entre más abiertos, exceptuando algunos como Mi Granjita, en Bucaramanga y Condoricosas, en Cali, más se mezclan en su estética de corazones y tonos de rosado, neones y camas de agua, el romance típico de músicas como la salsa rosa.
El placer sigue mediado por las promesas, por los te quieros que aceitan el deseo, legado de temas como “Aquel viejo motel”, de David Pabón. O como los del clásico de Gali Galeano, “Aquel viejo motel”:
Quiero tenerte toda
Definitivamente
Que no haya más sonido
Que el de tu dulce voz
Diciéndome te quiero
Tan amorosamente
Y tu cuerpo y mi cuerpo
Bañados en sudor