Por: Milton Murillo
Médico psiquiatra, docente de la UR y psicoanalista.
Ilustraciones: Harold Magnus
Después de dejar la mirada perdida un rato en la pantalla, me dijo con la voz de quien descubre algo que no debería ser descubierto, ”la verdad, no pensé que yo fuera tan frágil”. A pesar de lo granulado de la imagen suya en mi celular, y el cansancio en mis ojos después de casi diez horas de trabajo, pude notar en su cara la extrañeza y la frustración de tener que aceptar que por primera vez, a sus treinta años, estaba presentando síntomas que indicaban que su salud mental ya no estaba bien.
Julieta, hasta ahora, se consideraba (y había sido) una mujer fuerte. Sus figuras primarias, una mujer y un hombre, trabajadores incansables de clase media, le habían proveído de todo lo que en nuestro medio se puede considerar “bueno y normal”. Una niñez rodeada de cariño y compañía hasta donde la necesidad de trabajar lo permitía, sí, a veces con uno que otro discurso culpabilizador pero bien intencionado que le permitía “aprender a valorar lo que tenemos” pero sin violencias que resaltar. Un colegio privado que a pesar de presentarse como laico, resaltaba los valores de la cristiandad, la familia y las leyes, femenino, eso sí, para evitar problemas. Las prohibiciones alrededor del inevitable despertar sexual de la adolescencia, que por supuesto su hermano nunca vivió, y el fragor de la sublevación de la adulta que pugnaba por salir y ser independiente a pesar de todo.
Tusas, varias, claro. Luego, el desencanto inherente a la llegada de la vida adulta. La cachetada del principio de realidad que la sacó del pensamiento mágico de la vida infantil, esa cachetada que le dejó un sabor a sangre en la boca y la desplazó una baldosa, pero que le mostró que al fin dependía de sí misma. Ese título universitario tan amado, pero tan sufrido como todo lo amado a veces, que la ponía en la larga carrera por esos pasos estrechos y llenos de barro que es conseguir trabajo en este país. Muy raro entonces, que después de una vida tan “normal” Julieta estuviera deprimida, ¿no?.
Cuando nos enseñan que el “tenerlo todo”, a pesar de no saber qué significa eso, es una suerte de antídoto o conjuro contra la tristeza y la adversidad, aprendemos a sentirnos muy mal cuando tenemos la necesidad de quejarnos o de llorar. Empezamos a sentir culpa por no ser agradecidos, como si el agradecimiento y la desazón que suele traer la vida fueran mutuamente excluyentes, como si el hecho de no estar en las más desgraciadas condiciones de vida automáticamente nos protegiera de lo pesado que es existir. En la otra cara de esa misma moneda, y producto de esa culpa inconsciente que cargamos como contractura muscular cervical, aparece también el estar mal por estar bien, esa sensación de que el bienestar nuestro sucede a expensas del malestar de otros, eso de lo que no tenemos evidencia alguna, pero que puede convertirse en la más aterradora de las realidades internas.
“La tristeza es pura debilidad, los que se deprimen están faltos de dios, o algo estarán pagando. Hay gente peor que usted y no se está quejando, mire el lado bueno de la vida y siga adelante. Pinte una mandala, haga ejercicio, esfuércese. Deje el show”.
Esta es solo una pequeña muestra de la interminable lista de frases que suelen recibir todas aquellas persona que, como Julieta, se enfrentan a los primeros síntomas de enfermedad mental. El estigma aún no se ha ido, a pesar de que cada día contamos con más activistas por la salud mental, con más difusión y más diálogo; el temor por la locura y lo incomprensible pasa factura. Estamos lejos todavía de entender como sociedad lo natural de la enfermedad mental y lo natural de quienes trabajamos en ella.
Luego está Colombia. Nuestro país, considerado como uno de los más violentos y con peor calidad de vida en el mundo (que me corrijan los expertos si caigo en imprecisiones producto de mi impericia), por supuesto no es un lugar donde podamos vivir precisamente con salud mental. Durante los últimos 60 años, quizás, muchos expertos han hablado de la importancia de los determinantes sociales de la salud mental. Con hambre, sin techo, sin agua, sin salud y sin educación de calidad, ese discurso se vuelve un embeleco melifluo de pura teoría que rebota en la cabeza de los profesionales de la salud, y termina en documentos empolvados en alguna biblioteca, o en algún repositorio institucional.
La miseria, la amenaza de los instintos de supervivencia, parafraseando a Freud, no permite ni siquiera que aparezca la angustia de existir, la lucha es por la existencia misma. Y para rematar, nuestro sistema de salud, menospreciado históricamente por el estado, menosprecia a su vez la salud mental, dejándola en la cola de la cola. El número de psiquiatras en nuestro país, base RETHUS 2020, es de 1178, para ilustrar la insuficiencia en su más amplio sentido.
Sobre toda esta robusta estantería, este bien calcificado esqueleto, aparece una pandemia. El reto sanitario más importante de los últimos cien años de la historia de la humanidad que puso a tambalear hasta las economías y sociedades más sólidas y desarrolladas del planeta. Nuestro terruño plagado además de corrupción, por supuesto, no iba a salir bien librado. A la fecha, contamos en el mundo con casi 155 millones de casos confirmados de infección por Coronavirus SARS CoV 2, y cerca de 3.300.000 muertes por COVID19. Colombia presenta la preocupante cifra de cerca de 3 millones de casos confirmados, y un trágico número de 76.015 muertos por la enfermedad. La pandemia, ahora catalogada como sindemia por muchos, a pesar de haberse ya iniciado el esperanzador proceso de vacunación, está empezando a mostrar una de sus caras más temidas, lo que los expertos han llamado la cuarta ola: la pandemia de la enfermedad mental.
Y como si ese escenario fuera poco, en nuestro país, producto de décadas de abandono social, corrupción y guerra, de indiferencia por parte del estado y de un crecimiento vertiginoso de un gobierno de extrema derecha que viola sistemáticamente los derechos humanos, estalla una gran movilización social. El temor del contagio perdió fuerza en las mentes de las personas quizás porque es mayor el peligro de nuestra realidad social y política. Mientras escribo se registran, que sepamos, más de 30 muertos a manos de la fuerza pública, y por lo menos 90 desaparecidos.
Y bueno, la misión hoy, después de este preámbulo, es hablarles de cómo cuidar de nuestra salud mental en medio de esta espesa y perturbadora realidad externa. Casi nada.
Primero, nominemos, pongamos nombre a aquello que nos asusta para poderlo manejar. La incidencia de síntomas de ansiedad, depresión, trastornos del sueño y consumo problemático de sustancias psicoactivas, ha aumentado en el mundo. A eso nos enfrentamos. Segundo, vamos a dejar claro que la aparición de estos síntomas es, por decirlo de manera digerible, normal. Los escenarios de catástrofes, en este caso una pandemia y la violencia que escala, representan un reto para el cuidado de la salud mental donde la idea principal no es evitar que esta se deteriore, sino tratar sus manifestaciones evitando complicaciones y secuelas. En conclusión, todo lo que estamos sintiendo es esperable en un momento como este.
No debemos entonces caer en peligrosos discursos normalizantes que intentan disminuir la severidad de la realidad, por el contrario, debemos acercarnos a ella y recordar que ante el peligro, el sistema nervioso nos alista para las reacciones animales más básicas: atacar o huir. Y somos animales, aunque a veces se nos olvide. Entonces no debemos apresurarnos por reinventarnos, superarnos, trascender, o cualquier otra palabreja maníaca hija de la hiperproductividad, que intente anular nuestro válido estado emocional reactivo. En la medida en que la realidad deje de ser amenazante, nuestro organismo retomará la homeostasis habitual, pero mientras tanto, debemos buscar la forma de manejar lo que hay.
Dentro de las principales recomendaciones para el cuidado de las complicaciones de las alteraciones de la salud mental, los consensos de expertos en el mundo recomiendan como primera medida identificar y diferenciar lo adaptativo de lo patológico. Aquí el criterio de la funcionalidad es importante. ¿Están estos síntomas impidiendo severamente mi funcionamiento habitual?, si la respuesta es no, seguramente, a pesar de la incomodidad, estamos frente a una reacción adaptativa que quizás sólo amerite una mayor vigilancia. Si la respuesta es sí, si estos síntomas interfieren con mi funcionamiento personal y social (laboral y relacional), quizás sea hora de buscar a un profesional.
Pero, ¿qué hacer cuando no podemos acceder al sistema de salud? Ya sea por la precariedad, por la congestión, o por las restricciones actuales, la oportunidad de acceso a servicios de salud mental se ve muy limitada, y claro, no todos pueden pagar consultas particulares, que por cierto, también se encuentran congestionadas. Se han venido entonces presentando una serie de recomendaciones para el autocuidado, si se puede llamar así, de la salud mental mientras se logra la ayuda profesional.
El cuidado del sueño es fundamental, y para eso debemos apretar las medidas de higiene del sueño. Usar la cama solamente para dormir o tener relaciones sexuales, evitando cualquier otro tipo de actividad, evitar la ingesta de comidas abundantes o bebidas estimulantes por lo menos dos horas antes de irnos a dormir, evitar estímulos auditivos y luminosos excesivos al interior de la habitación, evitar actividad física intensa por lo menos dos horas antes de irnos a dormir y, quizás lo más difícil, establecer un horario estricto para acostarnos y para levantarnos los siete días de la semana. Por supuesto, estas recomendaciones son un ideal, no una tarea, que debe intentarse considerando las limitaciones y particularidades de cada persona.
El uso de redes sociales y la inmersión en todas las formas de lenguaje digital debe proporcionarse. Aunque la ausencia del otro, necesaria para combatir la pandemia, ha sido paliada gracias a la virtualidad, su uso excesivo puede producir un impacto negativo en nuestra salud mental. La exposición a noticias, reales o falsas, videos e imágenes, textos y publicaciones que nos impacten negativamente, puede ser desencadenante de síntomas de ansiedad o depresión, por lo tanto se recomienda un tipo de “aislamiento digital” cuando sintamos que nuestra tolerancia flaquea. No se trata de desconectarnos de la realidad, pero sí de escoger un sólo medio y dispositivo para cada cosa: una red para noticias, otra para entretenimiento, un medio diferente para música, otro para películas, etcétera.
La información debe ser de la mayor calidad y confiabilidad posible, en especial aquella relacionada con la salud, para evitar confusión y temor. Además, la certeza, aunque a veces pueda ser preocupante, alivia y conecta con la realidad.
La relación con los demás es vital. La teoría psicológica del apego descrita por Bowlby, y respaldada por el papel de la hormona llamada oxitocina, nos ha demostrado que la ausencia sostenida de contacto físico cariñoso, puede llevar a aparición de síntomas depresivos. Ahora bien, entendiendo el inevitable predominio del distanciamiento, es útil encontrar espacios de encuentro con personas cercanas que cumplan, eso sí, con las recomendaciones de bioseguridad que han hecho los expertos al respecto. Cuando no sea posible, volvemos a la virtualidad. La distancia debe ser física, no social ni emocional.
El consumo de sustancias psicoactivas también ha aumentado inevitablemente, principalmente de alcohol. En este punto no se trata de ser prohibitivos o moralistas, se trata de volver al principio de la funcionalidad, de estar atentos a cuando ese consumo interfiera significativamente en nuestra relación con la realidad externa. La ingesta excesiva de comida producto de la ansiedad, también cabe dentro de este principio.
La relación con personas cercanas, amigos y familiares, si bien es muy importante para la salud mental, puede volverse una amenaza latente en especial cuando aparecen diferencias (a veces irreconciliables) en temas como política, religión y evidencia científica. Nunca es demasiado el cuidado que logremos tener con nosotros mismos, y si eso implica cortar o pausar ciertos vínculos, es mejor hacerlo. Ya vendrán temporadas mejores, o personas más amables.
Por último, es importante reconocer que las cosas no están bien, que no estamos bien. Allá afuera hay muchas amenazas que se representan dentro de nuestro psiquismo de diferentes maneras, y no podemos abstraernos de ellas aunque tampoco podemos cambiar la realidad. Perdimos la libertad, perdimos la certeza, perdimos la salud, perdimos el trabajo, perdimos seres queridos, perdimos la tranquilidad. ¿Hay manera correcta de reaccionar ante eso? No. Aceptar, como Julieta, que nos rompimos y ahora debemos buscar ayuda, es la mejor opción. Muchos centros de servicios de salud mental, y especialistas en el tema, ofrecen información y atención en redes sociales, sólo debemos buscar bien.
Ya vendrán, quizás, tiempos menos turbulentos, pero por ahora cualquier actividad que nos dé algo de confort es bienvenida, no hay guías de manejo, no hay protocolos. No debemos juzgarnos tan duro desconociendo la naturaleza humana. No hacemos lo que queremos, hacemos lo que podemos con lo que tenemos aunque tengamos de sobra.