Nota del editor.
Bajen por un momento las antorchas y los machetes, y partamos de un hecho primordial, o como decía el político conservador Álvaro Gómez Hurtado, lleguemos a un acuerdo sobre lo fundamental: empanada es empanada. Y, aunque no es mi empanada favorita (este lugar lo ocupa la carimañola por si se lo estaban preguntado), tampoco es el monstruo que muchos se empecinan en señalar. La empana con arroz tiene derecho a reclamar su lugar en el ecosistema de amasijos que conforman nuestra gastronomía.
Es entendible que resulte disonante romper la ecuación que se acostumbra en donde una masa “empana”, es decir envuelve, un amasijo sazonado cuya proporción, normalmente, es más de masa que de cualquier cosa y que contrasta a la perfección con la sensación crujiente de su exterior, pero eso no indica que no existan otras posibilidades. Por ejemplo, muchas de las críticas que se escuchan comúnmente a la empanada con arroz es que es más arroz que carne, pero ¿acaso no pasa lo mismo con las empanadas de papa con carne, que son más papa que carne? A lo que voy es que los esfuerzos por demeritar la existencia de la empanada con arroz se expresan bajo argumentos que resultan insostenibles. Claro, el gusto es otra discusión, pero la forma en que se le señala parece más una condena moral que cualquier otra cosa.
Aunque a algunos les parezca aberrante, ese arroz con algunos puntos de carne, o arvejas y color responde a la forma práctica y económica que tiene la empanada de existir. Querer incrustarla en un “deber ser”, anula por completo su potencia democrática. Además, toda empanada es sagrada.
La empanada, como tantos rasgos de nuestra identidad, es producto de la hibridación cultural que nos define. Así que pretender que sea únicamente de una forma o de otra es una tontería, como lo dije antes: toda empanada es sagrada, amén.